
A mí me trajo un pelicano de Galapagos
Que recuerde nunca creí -ni me hicieron creer- en esos mitos que dicen que a los niños los traen las cigüeñas de París, que las niñas nacen en las rosas y los niños en los repollos.
Pero una vez, ya adulto -si es que algún día lo sea-, me quedó claro que a mi me había traído un pelícano de las Galápagos.
Por eso se imaginarán la importancia que recobra para mí el viaje que pronto vamos a hacer alla.
Les voy a contar como fue que llegué a esa conclusión.
Aquí tienen el dibujo de mi pelícano que hizo mi abuelo Guillermo. Fue justo en un momento en que paró un rato al llegar al continente, en la costa del Ecuador, de viaje a Montevideo, donde llegó el día siguiente.
El abuelo Guillermo era arquitecto y urbanista, pero a su vez pintaba y dibujaba mucho. También tenía una cantidad de otras actividades artísticas fascinantes.
Algún día me tomaré el tiempo de contar todos los recuerdos que tengo de verlo dibujar, recortar cartones o láminas de cobre, repujar pedazos de lata,... Y también cuando a sus nietas y nietos nos explicaba como hacerlo. No sólo nos enseñaba la técnica, sino que también nos contaba lo que sentía y descubría al hacerlo, y así, muy sencillamente enunciaba lo que él pensaba que debía ser el papel del artista.
Su pintura es figurativa y representa temas y gente de la vida cotidiana. Explora sin cesar las técnicas, los colores, la materia, el trazo, el punto de vista, la composición. Sin duda investigando, juntando documentos y recuerdos, entenderemos mucho de su obra, pero creo que lo que mejor la caracteriza es una actitud voluntaria para pensar y unir su rol de artista, de ciudadano, de profesional y de científico.
El abuelo Guillermo pintó unos cuantos oleos; hasta ahora hemos inventariado algo más de un centenar de cuadros a colores. Que yo sepa, casi nunca hizo gran cosa en escultura, pero si utilizó una cantidad de técnicas como los pliegues y recortes de láminas de cobre o de cartón para hacer sus famosos animalitos.
Pero claramente lo que más hizo fueron dibujos. En la que fue su casa, en Santiago de Chile, cerca del cerro San Cristóbal, aún hay una cantidad impresionante, sin duda varios miles de dibujos. La mayoría son en blanco y negro, hechos a pincel con tinta china, pero los hay de varias técnicas y colores.
Durante el exilio en París, de 1976 a 1988, mi Mamá y mi Papá tenían en la casa dos o tres cuadros del abuelo y algunos dibujos. Los había traído la abuelita Tola cuando nos visitaba, o ellos mismos en en algunos viajes que pudieron hacer a Chile.
Cuando se volvieron a Uruguay y que yo me quedé en París, no quería asumir conservar conmigo cosas de valor, porque aún no tenía departamento propio y sabía que probablemente tendría que mudarme y viajar. Sólo me quedé con uno: un retrato de Mamá de cuando tenía unos 16 años. Era pequeño y si pasaba cualquier cosa sería fácil encontrar alguien de confianza a quien dejárselo.
Sin embargo, dos dibujos quedaron en casa sin querer. Antes de irse, Mamá tuvo mucho cuidado en dejar en órden todos los trámites administrativos en Francia. Dejó dos grandes bolsos con cantidad de carpetas de «papeles importantes». Algunos años más tarde -después de haberme efectivamente mudado y vivido durante un año y medio en Lima- por ya-no-se-qué burocrática razón, tuve que sacar del sotano y revolver esos papeles. Entre ellos descubrí, bien guardados, dos dibujos del abuelo del tamaño de una hoja de cuaderno que se habían transpapelado entre declaraciones de impuestos y recibos de sueldo.
Eran el del pelícano ya mencionado, y otro de un oso que se ve de frente, bien macizo. Mamá los había traído en algún viaje de Chile, probablemente aquel primero que hizo con mi hermano Juan cuando falleció el abuelo en 1979. Quería encuadrarlos y ponerlos en el cuarto de niño de Juan. Pero al final entre cosa y otra, nunca lo hizo.
Cuando los encontré me puse feliz y, pese a que Picasso alguna vez haya dicho que «la pintura no está hecha para decorar los departamentos», los encuadré y los puse en buen lugar en la sala.
Sin embargo, como lo ilustra Edgar Poe en La carta robada, a veces somos incapaces de ver la evidencia que está frente a nuestros ojos. Tardé varios meses, incluso años, en notar la extraordinaria coincidencia.
De lo que pude hojear de los dibujos que hizo el abuelo, muchos no tienen ni firma, la gran mayoría no llevan fecha y, cuando la tienen, ésta se reduce al año en dos cifras. De los miles de dibujos que hizo, uno de los dos que llegaron de casualidad a mis manos, después de estar más de diez años perdidos, está firmado, dice precisamente donde fue hecho y tiene una fecha con día, mes y año.
El abuelo Guillermo hizo el retrato de mi pelícano en Palmar, Ecuador, muy exactamente la víspera de mi nacimiento.
Cuando me di cuenta de eso me quedé atónito. Desde entonces, siempre me gustó contar este descubrimiento -como lo hago ahora- y pensar en ello me hace más bien feliz. Pero durante bastante tiempo, también más de una vez me asustó pensarlo, y hasta llegar a darme esos escalofríos en los que uno llega ver el abismo de la locura.
La verdad creo que surgió por primera vez más bien en chiste, un día en que le estaba contando la historia a alguna amiga o amigo: «... Así que a mí, no me trajo una cigüeña de Alsacia, sino un pelícano del Ecuador. De las íslas Galápagos, más exactamente.»
Bueno... enfin... al menos desde entonces esa es mi verdad, uno de esos «mitos fundadores» en los que a uno le gusta creer para pensar el mundo que nos rodea. Como los cuadros del abuelo, este mundo no es nada más ni nada menos que lo que nos logra dar nuestra mera percepción. Pero se transciende a sí mismo cuando logramos mirarlo y pensarlo como sabía hacerlo el abuelo.